Veinte años de lucha por la esperanza


La familia de Davis intentó evitar a toda costa la inyección letal tras la sentencia de 1991 por el asesinato de un policía blanco en Savannah, una ciudad de mayoría negra
“Cuando todo esto acabe, diremos adiós para siempre a Georgia, a esta tierra que ha condenado a mi familia”. Lo decía a finales de 2010, Virginia Davis, la madre de Troy Davis, subida al coche que conducía Martina Correia, hermana mayor de Troy, por la calles de Savannah (segunda ciudad del Estado de Georgia, 60% de población afroamericana, mucho conflicto racial). “Vivimos en el viejo Sur”, suspiraba. Y en el Sur las cosas tienen un color especial: más militar y más blanco. Basta poner el pie allí para verlo. Por estas calles, los mendigos tienen color más oscuro, las aceras se reservan a los indigentes, y las zonas de compras en el centro son privilegio de blancos clase media. Aún vivía y tenía esperanza Virginia, decía. La apelación para revisar el caso de su hijo estaba entonces en marcha. Después de dos décadas encarcelado, quizá aún podría celebrarse un nuevo juicio ante la falta de pruebas, salir como hombre libre, abrazarle en medio de la calle, respirar otro aire, comer sus deliciosos postres… “Esas cosas simples que para él son muy grandes”, contaba.
Preparábamos en El País Semanal un reportaje sobre el 50 aniversario de Amnistía Internacional y Troy era uno de los grandes casos de la organización internacional de Derechos Humanos. AI siempre lo consideró un preso de conciencia destacado. Luchar por él no sólo era hacerlo contra la pena capital sino contra los juicios injustos, las irregularidades que puede producir un sistema legal cargado de matices, según los Estados, el color de la piel, el origen, el dinero o los abogados disponibles…
Nos habíamos desplazado hasta la casa de Troy con el objetivo de visitarle en la prisión de Jackson, a siete horas de camino de Savannah, pero en el último momento no hubo permiso. Así que, la madre y la hermana nos recibieron en casa, nos presentaron a hermanos, hijos, sobrinos, y fueron desbrozando una biografía familiar como otra pobre cualquiera: padre carpintero sin muchos ingresos, cinco hermanos... Troy era la esperanza, se había graduado, quería alistarse en los Marines; era bien parecido, agradable, educado. Detalles cotidianos van y vienen mientras cruzamos por una plaza con una famosa hamburguesería. “Aquí fue”, dijo Martina, delgadísima, recién operada de cáncer, portavoz y apoyo de su hermano hasta el último minuto (ayer, tras su ejecución, habló en directo y dijo: “Mi hermano no solo es Troy Davis, todos somos él… Somos el único país que mata a sus ciudadanos mientras da consejos sobre Derechos Humanos a la comunidad internacional"). Estábamos en el lugar donde se cometió el asesinato del policía por el que Troy fue detenido en 1989 y condenado a muerte en 1991. Martina para el coche y describe la escena: jóvenes que juegan en los billares, borrachos, indigentes de un albergue cercano que aún existe (y que vemos), una discusión repentina, disparos, un muerto que es policía y testigos que resultan ser confidentes de la misma policía... La prensa local hizo bien su trabajo, aseguran ellas: “Necesitaban un culpable y Troy era la pieza más débil: la gente en Savannah teme a los poderosos, la policía siempre es más creíble que ‘esos chicos negros”, afirman.
¿Cómo vivir con algo así día a día, lidiando el toro del desconcierto y el horror, la soledad y la vergüenza del hermano o del hijo primero y el boom luego de la solidaridad local, nacional, internacional después? Se volvieron una piña. Al contrario de lo que sucede con muchos condenados a muerte, la familia de Troy siempre estuvo con Troy. Y a medida que se fueron desvelando detalles (no hay arma, no hay móvil, los testigos se desdicen…) acudieron reverendos, abogados y ONG en ayuda. Irregularidades que resumía bien el lema de AI: “Culpable hasta que se demuestre lo contrario”. “Yo siempre creí a mi hijo”, confesó Virginia. “Le miré a los ojos ese día y supe que era inocente”. Desde entonces hablaba con él a través de un código secreto: siendo ambos muy religiosos, ella le citaba los salmos de la Biblia que leía cada día: “Es una conexión sagrada entre nosotros; era como si habláramos en directo”.

La prisión de Troy cambió de forma vertiginosa la vida de los Davis. El padre murió poco después; la madre quedó tocada y se hundió definitivamente hace nada, en abril de 2011, cuando la Corte Suprema rechazó la apelación y supo que su hijo ya nunca sería libre y podría ser ejecutado en cualquier momento. Martina fue invitada enseguida a abandonar el Ejército, donde llevaba desde los 17 años. Siguió siendo soldado, pero de la causa fraterna. “Cuando pienso en el sacrificio que estás haciendo por mí, se me parte el corazón, big sister, eres todo para mí”, le escribe Troy en una de las muchas cartas sabiendo que ella debía trabajar, tenía hijos, obligaciones...
Estábamos sentadas en el salón de una casa baja, modesta, con jardín, en una de esas calles de urbanización infinita, todo bien privado e individual, coches en las puertas, orden y concierto. Dentro, los muebles imprescindibles, ningún lujo. Lo único abundante, los álbumes sobre Troy Davis: de niño, de joven, en los primeros días de prisión… y luego su rostro en carteles, en camisetas, en pancartas… Y, de repente, Virginia descuelga el teléfono, pone el altavoz: “Soy Troy”. Y él está allí mismo, voz grave, tono sereno. Nos habla de su vida dentro y fuera, de las circunstancias del supuesto crimen, sus esperanzas y miedo. “No es verdad que en los Estados donde hay pena de muerte haya menos crímenes; mi caso no sólo es mi caso, es el clamor de muchos; mi primer día de hombre libre me daré un baño bien caliente y empezaré a recuperar el tiempo con los míos; luego lucharé con todas mis fuerzas contra esta lacra que es la pena de muerte; intento contestar a todos y cada uno de los que me escriben; las condiciones en la prisión son las que son, horarios restringidos, soledad; es mejor no hacer amigos; rezo mucho; estoy encerrado 23 de 24 horas; extraño los olores, pisar la hierba, la libertad; mi fuerza viene de Dios y de los míos”, nos decía.
Troy Davis esperó en el corredor de la muerte en 1991, en 2007, en 2008… Ayer volvió a recorrer un camino que no le era extraño. Conocía el protocolo, los pasos, los ruidos, los gestos de los guardias... Un experto era. No quiso comer, ni ser tranquilizado, ya lo estaba. “Soy inocente”, fueron sus últimas palabras antes de ser ejecutado en la prisión de Jackson a las 23.05 tras cuatro horas de espera dentro y esperanza fuera. Morir siendo considerado culpable era su mayor dolor. Y el de los suyos.