Neurociencia de la tortura


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Diciembre de 2015
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Fotografía: JP Davidson (CC)
Fotografía: JP Davidson (CC)

Las historias de ficción, en el cine, la literatura y la televisión, nos enfrentan a las contradicciones reales que implica la práctica, más o menos oculta, de la tortura en nuestras sociedades, obligándonos como espectadores pero también como ciudadanos a cuestionarnos su validez y su permisividad. Estas ficciones, en las que a menudo se manipula emocionalmente al espectador, suelen instarnos a elegir entre unos principios morales que creemos incuestionables y la posibilidad de salvar las vidas de un grupo incierto de personas inocentes. Generalmente todo suele salir bien, la tortura se mantiene dentro de los límites de lo aceptable, a menudo basta con la amenaza, y el prisionero confiesa dónde han puesto la bomba y entrega a sus secuaces. Pero la realidad no suele ser así. Nunca es así.
Estos días, en los que aún estamos conmocionados por los recientes atentados en París y la escalada de alarma y peligro que han conllevado en nuestro entorno, se alzan las voces que piden medidas excepcionales para hacer frente a la amenaza terrorista: declaraciones de guerra, cambios en los códigos penales, restricción de derechos civiles, bombardeos preventivos o de castigo y un largo etcétera. El uso de la tortura con el fin de obtener información que permita evitar atentados o perseguir células terroristas es uno de estos límites, un límite marcado claramente por la Declaración de Derechos Humanos y otros convenios y que, sin embargo, ha sido ignorado y pisoteado repetidamente en situaciones como las que hoy vivimos.
Es necesario alertar de los peligros que implican para los ciudadanos, para nuestro Estado de derecho y para las libertades que son nuestro principal patrimonio, prescindir a conveniencia de nuestros principios éticos. También la ciencia, pese a que algunos aún la consideren como una mera herramienta, puede y debe participar en este debate en el que se ve inmersa nuestra sociedad, aportando argumentos y reflexiones, así como sus herramientas más valiosas, la objetividad, el espíritu crítico y el análisis y la contrastación de los datos. Veamos, por tanto, qué pueden decirnos sobre la tortura y su pretendida efectividad —principal argumento de quienes la defienden— los estudios realizados desde el campo de la neurociencia, ese área de la ciencia especializada en el sistema nervioso y, por tanto, en el cerebro.
En diciembre de 2014 se hizo público el resumen de una investigación impulsada por el Comité de Inteligencia del Senado de los Estados Unidos sobre las prácticas de tortura cometidas por la CIA en los primeros años de esta llamada guerra contra el terror. Las conclusiones son espantosas y aunque solo se ha hecho público un sumario de quinientas páginas de las más de seis mil del informe, el extracto asegura que se torturó a más personas y de forma más brutal de lo que se había admitido hasta entonces, que la CIA manipuló a la opinión pública y a la prensa, engañó al poder legislativo y que, en contra de algunas declaraciones interesadas, de todo ello no salió ninguna información provechosa, nada. Además, la reputación internacional del país quedó gravemente dañada, el incumplimiento de los tratados internacionales, patente, y las posibilidades de ser un agente principal para una evolución positiva en el mundo islámico quedaron prácticamente anuladas. Una lección que los defensores de «el fin que justifica los medios» no deberían olvidar.
No hay estudios científicos, es decir, realizados en un entorno controlado y siguiendo las pautas establecidas para poder contrastar resultados, sobre la tortura. La ética lo impide, incluso si hubiera voluntarios. Desgraciadamente hay numerosas víctimas en las que se han podido explorar sus efectos físicos y psicológicos y también se han dedicado muchos esfuerzos a estudiar la tesis de si la tortura produce información veraz y si esta práctica terrible es realmente más eficaz que un interrogatorio normal. Estas son las principales conclusiones:
 
El cerebro torturado no funciona con normalidad
Los neurocientíficos saben que el sistema nervioso central reacciona al miedo, al estrés, al dolor, a las temperaturas extremas, al hambre, a la sed, a la privación de sueño, a la privación de aire, a la inmersión en agua helada, es decir, a todas las prácticas asociadas a la tortura. El estrés prolongado provoca una liberación excesiva de hormonas como el cortisol. Estas hormonas dañan el hipocampo —una estructura cerebral clave para codificar y recuperar memorias—, incrementan el tamaño de amígdala —otra zona cerebral que une un componente emocional a la memoria, dirige la atención y se comunica con otras regiones cerebrales— y afecta negativamente a la corteza prefrontal —que se encarga de la toma de decisiones, el juicio y el control ejecutivo—. Estas intervenciones generan problemas en la memoria, alteran el ánimo y nublan  la claridad mental y la toma de decisiones racionales.
Los torturadores esperan destruir la resistencia de la persona y obtener información fiable de un sujeto que no desea colaborar, pero el cerebro del sujeto está alterado en algunas de sus funciones básicas, con lo que es lógico suponer que su capacidad de proporcionar información fiable está gravemente alterada también.

Mural en San Francisco. Fotografía: Robert Cudmore (CC)
Mural en San Francisco. Fotografía: Robert Cudmore (CC)

 
La tortura altera los recuerdos
Con frecuencia el dolor y el estrés afectan al proceso de consolidación de lo que el detenido ha visto y vivido, es decir, distorsionan su memoria, haciendo que se incapaz —incluso aunque lo desee— de recordar aquello sobre lo que se le pregunta. Las víctimas privadas de dormir están desorientadas y confusas y pueden convencerse a sí mismas de lo que los interrogadores están sugiriendo, creando pistas falsas. El sistema de muchos interrogatorios, repetir y repetir una historia bajo condiciones de estrés, es uno de los métodos más eficaces para introducir falsos recuerdos entre las memorias reales. Una investigadora lo comprobó con un grupo de personas, convenciéndoles de que siendo niños se habían perdido en un centro comercial. Comenzó diciéndoles, individualmente y de forma casual, que uno de sus padres se lo había comentado, después sugirió que imaginaran cómo podría había sido. Tras varias sesiones, un tercio de los voluntarios eran capaces de «recordar» cómo había sido esa experiencia que nunca existió.
 
La tortura pierde eficacia rápidamente
El dolor es un mecanismo de defensa que sirve para evitar al organismo un daño mayor. Cuando el daño ya es terrible, el dolor simplemente se apaga, algo que conocen muchas víctimas de un accidente de tráfico. Una tortura demasiado rápida causa normalmente que la persona pierda la sensibilidad o se desmaye. Además, diferentes personas tienen distintos umbrales para el dolor y algunos tipos de dolor enmascaran otros por lo que, aunque suene terrible, no es posible torturar de una forma científica, no hay forma de medirla y mantenerla dentro de unos límites. El torturador avanza a ciegas sobre las sensaciones de su víctima, las distintas sesiones suman abyección pero no avanzan en ningún sentido.
 
No hay niveles de tortura
Los torturadores lo saben y por eso siguen normalmente dos estrategias: aplicar el máximo dolor que su víctima pueda soportar, yendo al límite casi desde el comienzo y, en segundo lugar, explorar distintas técnicas, distintos tipos de agresión y dolor, intentando localizar las fobias y debilidades específicas de su víctima. Un resultado evidente es que las posibles normas sobre el grado de violencia aceptable se saltan siempre, no hay niveles aceptables de tortura, no hay nunca un uso limitado y medido, hay tortura y punto.
 
La tortura corrompe a la organización que la realiza y a todos los que participan
Los senadores norteamericanos, ante las conclusiones del informe, quedaron asombrados de la incompetencia de la CIA, con actuaciones que llevarían a la ruina a cualquier ferretería, como no saber dónde estaban las personas bajo su custodia, no atender a las quejas de sus empleados ni llevar a cabo estimaciones fiables del resultado de sus procedimientos. Rejali, un investigador dedicado al tema de la tortura, ha escrito que las instituciones que torturan, sea el ejército francés en Argelia, el ejército argentino en Argentina o la CIA en su lucha contra el terrorismo internacional, disminuyen su profesionalidad al mismo tiempo que hunden su estatura moral.
 
La tortura degrada también a las personas que colaboran
Un grupo de directivos de la American Psychology Association se asociaron con oficiales de la CIA y el Pentágono para evitar que la principal organización profesional de los psicólogos estableciera normas éticas que habrían impedido o dificultado la participación de estos profesionales en los «interrogatorios coercitivos» de Guantánamo. Tras la colaboración de estos directivos de enorme prestigio con las agencias de defensa existían intereses económicos, algo que ha sido un escándalo dentro de la profesión. Cuando estas actuaciones fueron conocidas, Nadine Kaslow, otra directiva de la APA, declaró que «sus acciones, políticas y falta de independencia respecto a la influencia gubernamental demuestran que no se estuvo a la altura de nuestros valores. Lamentamos profundamente, y pedimos perdón, por el comportamiento y las consecuencias que se derivaron. Nuestros asociados, nuestra profesión y nuestra organización esperaban, y merecían, algo mejor».
 
La tortura impide la recogida voluntaria de inteligencia
El factor principal, tanto para resolver un asesinato como para hacer caer a una red terrorista, es la cooperación de la población. La tortura rompe la confianza entre los ciudadanos y las fuerzas de seguridad —el respeto y la afección hacia estas últimas disminuye y el miedo no sirve de puente— y hace que lo que antes era una investigación normal, bajo un paraguas de colaboración y reconocimiento mutuo, sea ahora mucho más difícil y mucho menos provechosa.
 
Las víctimas de la tortura aportan información que casi nunca es fiable
Información que además para los servicios de inteligencia es muchas veces contraproducente, haciéndoles gastar tiempo, dinero y recursos humanos y materiales en callejones vacíos y pistas falsas. Los prisioneros rápidamente aprenden que cuando hablan no les tienen la cabeza debajo del agua; es decir, hablar significa menos sufrimiento. Por lo tanto, hay que hablar a toda costa y no importa si lo que se dice es cierto o no lo es. Algunos detenidos intentarán dirigir a los torturadores hacia antiguos enemigos suyos, muchos mentirán y dirán cualquier cosa con la esperanza de que la tortura termine. El informe del Senado encontraba numerosos casos en ese sentido. De hecho, cuando el interrogado daba información veraz, a menudo no era creído, algo que le pasó al senador John McCain, uno de los impulsores del informe, cuando fue prisionero de guerra en Vietnam del Norte. Los estudios realizados demuestran que las agencias torturadoras son incapaces de distinguir la información falsa de la fiable.
 
La tortura daña la causa del torturador
La disonancia cognitiva necesaria para infligir daño conscientemente a un semejante desarmado genera unos síntomas parecidos a los del trastorno de estrés postraumático. Según el libro None of Us Were Like This Before (Verso, 2010) de Joshua Phillips, muchos de los veteranos estadounidenses que realizaron torturas en Irak experimentaron una intensa culpa, cayendo un alto porcentaje en el consumo de drogas. Los ingleses que torturaron en Irlanda del Norte también declararon que lo que habían hecho estaba mal, con lo que ello implicaba de caída de la moral y confianza en la propia causa.
 

Un prisionero Viet Cong aguarda al interrogatorio (1967). Fotografía: National Archives (DP)
Un prisionero Viet Cong aguarda el interrogatorio (1967). Fotografía: National Archives (DP)
 
Muchos torturados son inocentes
Un estudio del programa Phoenix, un proyecto de la CIA bajo cuyo amparo se torturó y asesinó a miles de personas durante la guerra de Vietnam, encontró —según Ryan Cooper— que por cada guerrillero del Viet Cong torturado se torturó a treinta y ocho inocentes. Otros estudios han encontrado que la proporción era incluso mayor, de setenta y ocho a uno.
 
La tortura es en ocasiones una vía hacia el enriquecimiento personal
No solo tenemos el caso de los directivos de la APA que mencionábamos anteriormente. Los responsables sudvietnamitas del proyecto Phoenix eran a menudo burócratas incompetentes que se lucraron con las pertenencias de sus víctimas, dándose casos en los que incluso aceptaron sobornos para liberar a detenidos que sí eran realmente miembros del Viet Cong. Algunos militares argentinos obligaban a los secuestrados bajo su custodia a firmar contratos de compraventa de sus propiedades a su favor. La tortura es el negocio del torturador.
Por todo ello, más allá del ataque frontal contra los principios y valores sobre los que hemos construido todo aquello que hoy queremos defender, la tortura es un método burdo y de malos resultados para obtener información. Las fuentes de error son sistemáticas e imposibles de erradicar. Las memorias verídicas se borran, se distorsionan y se alteran por culpa de la propia tortura. Se ha llegado a decir que disparando al azar en una multitud hay más posibilidades de acertar a un enemigo que siguiendo las pistas obtenidas con la tortura de un detenido.
Así, más allá de los estudios científicos pero reforzados por estos, la perspectiva que nos proporcionan los últimos catorce años de lucha contra el terrorismo islámico nos dice claramente que en ningún caso debemos dejar en segundo plano los valores éticos y morales que nos constituyen como sociedad y como individuos, que lejos de sacrificarlos en pro de un bien mayor debemos reforzar nuestro compromiso con los derechos humanos y que la tortura nunca, jamás, es el camino. La tortura está prohibida porque es inmoral, cruel e inhumana, pero además es inútil, mina la autoridad moral de quien la practica, hace avanzar la causa de los terroristas y daña profundamente los estados de derecho.
 
Para leer más:
  • Childress S, Boghani P, Breslow JM (2014) «The CIA Torture Report: What You Need To Know». Frontline 9 de diciembre. Enlace.
  • Cooper R (2014) «Why torture doesn’t work: A definitive guide». The Week 18 de diciembre. Enlace.
  • Harris LT (2015) «Neuroscience: Tortured reasoning». Nature 527: 35–36.
  • O’Mara S (2015) Why Torture Doesn’t Work: The Neuroscience of Interrogation. Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts.